domingo, 29 de marzo de 2009

Café El Automático: de la leyenda al olvido

¿Quiénes son estos viejitos, catanos, carrizos o cuchos? —o como el lenguaje coloquial de hoy les quiera llamar—, podrá preguntarse el ciudadano del común en estos tiempos. Y muy en particular la nueva generación, parte de la cual quizá tampoco conozca la acepción del vocablo "sepia", característico de la fotografía.

Un viaje a través del archivo nos indicará que el escenario de la foto no es otro que el mítico Café El Automático, de Bogotá, lugar que por muchos años sirvió de encuentro a intelectuales, periodistas, personajes del cine y el teatro, de las artes plasticas, y en general del universo de la bohemia, y cuya referencia histórica sucumbió ante lo inevitable: El cambio de las costumbres y sobre todo la amnesia urbana.

Después de trasladarse cada cuanto de un lugar a otro para esquivar el fantasma de un cierre definitivo, el café terminó por clausurar sus puertas en su más conocida sede última: la Calle 18, abajo de la Carrera Séptima, costado sur, mitad de cuadra.

Con una suerte que podría ser no muy lejana a otras instituciones de viejo cuño y tradición, como, por ejemplo, el Círculo de Periodistas de Bogotá (CPB), El Automático desapareció por dos razones interrelacionadas: Por el factor económico insostenible y por sustracción de materia, toda vez que los últimos contertulios se fueron muriendo en el olvido, mientras el centro de la ciudad claudicaba a la proliferación de otros escenarios, como los negocios de pandebonos y buñuelos en la puerta, los expendios de comidas rápidas, los puestos de chance, el comercio del rebusque y uno que otro rincón para la rumba.

En cuanto a los abuelos de la foto, que es de antología, se trata de los siguiente personajes: Al fondo, el dueto de Garzón y Collazos. ¡Casi nada! Escuchan: El propietario del sitio, Fernando Jaramillo (en pie, extremo derecho), y los comensales, de izquierda a derecha, el dramaturgo Oswaldo Díaz Díaz y los poetas León De Greiff, Jorge Zalamea y Arturo Camacho Ramirez. ¡Algo así como la Selección Colombia de su género!

A continuación una nota de Pedro Restrepo Peláez, aparecida en el portal de la web "Bogotá Viva", y titulada "El Automático Nostalgia con aroma de café (y aguardiente)":

En el sitio donde antes funcionó un restaurante — establecido por inmigrantes europeos y basado en el en ese entonces novedoso sistema de auto-servicio o automático— apareció el café que llevaba este nombre. Durante varios años estuvo en un local situado en la avenida Jiménez (entre carreras Quinta y Séptima) y su propietario era el paisa Fernando Jaramillo. Más tarde pasó a manos de Enrique Sánchez, también antioqueño, quien trasladó —café y clientela— a uno de los locales del pasaje que comunica el parque Santander con la carrera Quinta.Varios son los cafés bogotanos que tuvieron nombradía por el carácter y el oficio de sus visitantes. Los hubo de intelectuales, de políticos, de ganaderos. Y de estudiantes que repasaban allí sus tareas amparados en la compra de un tinto. O en su donjuanismo con alguna apetitosa mesera. El Windsor, el París, El Pasaje, son recordados por quienes asistieron (en corto tiempo) a la transformación de una Bogotá aldeana en una monstruosa urbe.

Así como los cafés eran en el siglo pasado el centro social de la clase media y el club de la clase alta, las chicherías cumplían el requisito de congregar la bohemia proletaria. Y no era extraño que en dichos antros se colara algún político en trance de candidato al Congreso o el poeta de frondosa melena. Como para que la oratoria y la poesía se dieran la mano. El Automático llenaba un vacío o, mejor, cumplía con el propósito de congregar una diversa clientela, en la cual literatos y poetas podían acompañar su ego con el aguardiente del Estado o con una cerveza de nombre germánico. Y al crítico de compleja teoría estética con el coro de pseudointelectuales comúnmente llamados lagartos.

El Automático tuvo su auge en la época en que ciertas personas de renombre lo frecuentaban. Allí se dieron cita periodistas como Juan Lozano y Lozano, Alberto Galindo, Rubayata, Villar Borda. Y pintores como Ignacio Gómez Jaramillo y Marco Ospina. Los caricaturistas Pepón y Hernán Merino y el escultor Mardoqueo Montaña. Y no pocos fabricantes de versos a quienes se les debía tolerar su inspiración cuando les daba por recitar el último soneto a la amada inmortal, y que el poeta Luis Vidales solía escuchar con desdén de comunista ortodoxo.

Los más asiduos asistentes al Automático eran el maestro León de Greiff y el locutor de radio, Hernando Téllez Blanco. Tanto que una mesera afirmaba que ellos dormían fuera, pero vivían en el café. Otro asiduo concurrente era El Chapetón, Manolo Pendás, delante del cual estaba prohibido hablar (bien o mal) de España, so pena de recibir un violento chaparrón de procacidades y denuestos. A su lado, Elías Hoyos afirmaba su tesis de que La Patria de Manizales era el mejor periódico del país. Y quizás del Continente.

Es obvio que la figura más visible de la tertulia era el maestro León de Greiff, respetado y admirado por todos, y de quien Enrique —el propietario— decía, comentando su desaliño en el atuendo: “El Maestro siempre acompaña su desayuno con dos huevos: uno para comérselo, y el otro para untárselo en la corbata”. Coincidiendo con el traslado de El Automático a su local de la Calle 18 —unos pasos arriba de la Carrera Séptima— no pocos contertulios desaparecieron, por cambio de residencia o por muerte. Y porque Enrique— el dueño y contertulio— fue asesinado de manera atroz y misteriosa en su apartamento de la Avenida Diecinueve.

De todas maneras, del Automático nos quedan no pocas anécdotas, a las cuales contribuyó también el espíritu retozón del popayanejo López Narváez, alias El Toronjo. De tan insólita clientela cabe destacar ciertos asiduos asistentes que recordamos no por su nombre de pila, sino por sus apodos: Periscopio, Carepuño, Torosentao, Cachifo, El Churrusco.
El Automático nos legó así su picaresca historia. La de una tertulia en la cual escépticos intelectuales recibían cálidos elogios de sus aduladores, y hasta de emboladores y vendedores de lotería.

Este tipo de café tiende a desaparecer para convertirse en cafetería. O en bar, en el que se comenta, frente a un whisky, el último escándalo de la cantante pop de moda y el salario, en millones de dólares, de quienes en un estadio, con sus extremidades inferiores, salvan el honor de la Patria

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