Orhan Pamuk |
Me habían ofrecido este trabajo no porque tuviese nada que ver con la política sino porque hablaba inglés de corrido, y había aceptado feliz no sólo porque era una forma de ayudar a colegas amigos en problemas sino porque significaba pasar unos días en compañía de dos grandes escritores. Visitamos juntos pequeñas editoriales empeñadas en sobrevivir, salas de redacción atestadas, y las oscuras y polvorientas oficinas de revistas modestas constantemente a punto de cerrar; fuimos de casa en casa y de restaurante en restaurante y hablamos con escritores en problemas y con sus familias. Hasta ese momento yo había permanecido al margen del mundo político, negándome a participar excepto bajo coerción, pero la culpa que me generaban las sofocantes historias de represión, crueldad y maldad pura me empezó a atraer a ese mundo, y también el sentimiento de solidaridad —aunque al mismo tiempo me invadía el deseo opuesto de protegerme de todo eso, de no escribir más que novelas hermosas el resto de mi vida. Recuerdo que mientras llevábamos a Miller y a Pinter en taxi de una cita a otra, discutíamos sobre los vendedores callejeros, las carretas tiradas por caballos, las mujeres con velo y las mujeres sin velo, que siempre despiertan el interés de los observadores occidentales. Pero hay una imagen que recuerdo con nitidez: mi amigo y yo estamos susurrando agitadamente en un extremo de un larguísimo corredor en el Hilton de Estambul, y en el otro extremo Miller y Pinter hacen otro tanto con la misma intensidad sombría. Creo que la razón por la cual esta imagen quedó grabada en mi memoria es porque ilustra la distancia que separa nuestras complejas historias de las suyas, al tiempo que sugiere la consoladora posibilidad de la solidaridad entre escritores.
Esa misma sensación de orgullo mutuo y vergüenza compartida me acompañó durante todas las reuniones, en una habitación tras otra llenas de fumadores empedernidos e inquietos. Y lo sabía porque a veces la sensación se expresaba abiertamente y a veces la sentía en mí o la intuía en los gestos y expresiones de los otros. Los escritores, pensadores y periodistas con los que nos reunimos se consideraban en su gran mayoría izquierdistas, así que podría decirse que sus problemas estaban íntimamente relacionados con las libertades tan caras a las democracias liberales occidentales. Veinte años después, constato con evidente tristeza que la mitad de ellos —aproximadamente: no tengo datos precisos— defienden un nacionalismo reñido con la occidentalización y la democracia.
Mi experiencia como guía y otras experiencias similares en años posteriores me enseñaron algo que todos sabemos, pero que quisiera subrayar hoy, aprovechando esta oportunidad. La libertad de pensamiento y la libertad de expresión son derechos humanos universales, y deben serlo en todos los países. Estas libertades, que los hombres de hoy anhelan con tanta intensidad como el pan y el agua, jamás deberían coartarse por cuenta de los sentimientos nacionalistas, las sensibilidades morales o, lo que es peor, los intereses económicos o militares. Si en tantas naciones en los extramuros de Occidente la pobreza se padece con vergüenza, no es a causa de la libertad de expresión sino de su ausencia. En cuanto a aquellos que emigran de estos países pobres hacia el occidente o el norte, huyendo de las dificultades económicas y de la represión brutal, sabemos que en ocasiones deben seguir padeciendo maltrato, producto en este caso del racismo en los países ricos. Debemos estar alerta con aquellos que denigran de los inmigrantes y de las minorías por cuenta de su religión, sus raíces étnicas o la opresión a la que los gobiernos de los países que han abandonado someten a su propia gente. Pero el respeto a la humanidad y las creencias religiosas de las minorías no es una justificación para restringir la libertad de pensamiento. El respeto a los derechos de las minorías étnicas o religiosas jamás debería usarse como excusa para violar la libertad de expresión. Los escritores jamás debemos titubear en esto, sin importar cuán tentador sea el pretexto. Entre nosotros, algunos comprenden mejor a Occidente, otros sienten más afinidad con los que viven en Oriente, y otros, como yo, intentamos mantener el corazón dispuesto en uno y otro lado de esa frontera ligeramente artificial, pero nuestras afinidades naturales y nuestro deseo de comprender a quienes no son como nosotros no debe interferir en nuestro respeto por los derechos humanos.
Publicado por El Malpensante, de Bogot
No hay comentarios:
Publicar un comentario