viernes, 15 de mayo de 2009

El cuarto poder y sus malos precedentes


¿Qué leen los colombianos, espectadores y protagonistas de un país con el lastre histórico de una incorregible tradición de no lectura, fenómeno debido en gran medida al subdesarrollo ancestral, acentuado a su vez por factores como las deficiencias del modelo educativo y paradójicamente agravado por la misma revolución tecnológica, así como por la precariedad en los criterios y contenidos que en general ofrecen los medios de comunicación?

En el fragor de este convulso escenario cultural, social y político particularmente saturado de incógnitas y desafíos —según puede verse a la nación en su mayor encrucijada existencial— habrá que preguntarse entonces: ¿Qué tanto saben, qué esperan, que proyectan y qué piensan sobre sí mismos, sobre el país y sobre el devenir del mismo, y en particular las generaciones llamadas a protagonizarlo, a determinarlo y a conducirlo?

¿Hay una conciencia ética sobre hasta dónde son responsables los medios de comunicación —por algo reconocidos como el cuarto poder— del devenir histórico de un país? Por lo pronto, y aún sin tener que recurrir a los eruditos, ni consultar densos expedientes bibliográficos, ni siquiera a hacer un simple clic en la internet, sólo la experiencia y la Historia demuestran con creces cómo y cuánto el rol de los medios es una determinante histórica en la suerte de los pueblos.

El concepto sobre el cuarto poder fue acuñado por Edmund Burke (1729-1797), dando con ello una prueba casi profética de perspicacia política, ya que en su tiempo la prensa no había logrado —ni siquiera en Inglaterra— el extraordinario alcance que obtendría más tarde en todos los países libres.

Desde entonces, el cuarto poder designaba a la prensa, en alusión a la extraordinaria influencia que ésta ejercía en los años previos a la Revolución Francesa, concepto hoy aún mucho más fortalecido con el advenimiento de los todavía más poderosos medios de comunicación: la TV, el cable, la radio, internet, etc. De hecho, entre los agentes que mayormente influyen sobre la opinión son estos los más poderosos de todos, toda vez que dan o imponen su propio enfoque y criterio —errado o no — sobre la realidad y sobre el acontecer. Nada ni nadie como la prensa puede hacernos creer que es cierto, objetivo y correcto lo que informa.

Uno de los más protuberantes botones de muestra acerca de la perversa y nociva influencia que puede ejercer un medio de comunicación sobre el pensar, el sentir y el proceder colectivo se deriva de ciertos contenidos de opinión que ofrece la gran mayoría de ellos, entre los cuales —para efectos de darle alguna connotación al fenómeno— hemos escogido a uno de carácter impreso y sobre todo por su ascendencia y creciente circulación: el matutino gratuito ADN.

Tomado al azar el caso, he aquí cómo aquella gratuidad tiene su precio: Es flagrante el asunto de comunicadoras como Paola Villamarín, quien, a deducir por lo expuesto en sus columnas, no conoce rubor distinto del cosmético, según osa manifestar de modo tan descarnado y rampante buena parte de sus intimidades ante un público lector inerme, es decir, sin voz ni voto. Por cierto, una de las principales fortalezas —si no la mayor— de este joven rotativo se concentra en el enorme ingenio de Alejandro Rivas, el crucigramista, cuya propuesta, en cambio, sí constituye todo un reto a la imaginación y a la inteligencia, y de paso un loable aporte a la cultura a través del entretenimiento.

¿Qué especial interés a ras de opinión pública puede suscitar, por ejemplo, el hecho de que la columnista de Montería ande "buscando apartamento", como ha sido el tema central de una de sus recurrentes exposiciones personales? ¿Qué trascendencia —y de qué orden— pueden tener para el país pensante o trivial, las particulares veleidades que pueda afrontar o no la periodista en el contexto afectivo o familiar? Cosa bien distinta y pertinente son, verbi gratia, los avatares de la vida privada de los famosos, que son la esencia natural, el sentido y el objeto social y comercial del periodismo rosa. Ahora, ¿cuánta preponderancia hermenéutica, literaria, existencial, metafísica o cinematográfica puede resultar de su relato sobre la presencia de heces de pájaro en su domicilio, descubiertas cuando la columnista retornaba de vacaciones de tal o cuál lugar?

Incluso, muy al margen del periodismo, esta suerte de cosas eminentemente privadas que trascienden hacia el ámbito público implica enojosas situaciones en la vida cotidiana. Es el caso del común de los ciudadanos cuando residen en ciertos tipos de vivienda, lo cual suele conminarlos a tener que escuchar —patio, pared o techo de por medio— las bochornosas escenas del matrimonio vecino en conflicto, cuando no los gemidos y el crujir de los resortes del tálamo nupcial durante los tórridos reencuentros amorosos de la pareja en cuestión. De igual manera, ¿no es el estrépito que produce la descarga del sanitario ajeno una invasión al espacio propio? En el mismo sentido, ¿no es una imposición tener a la vista el tamaño, color y estado de la ropa interior colgada en la cuerda de un tan desidioso e implacable vecino?

Con fundadas razones, los dardos que por azar puedan estar cayendo hoy sobre el estilo de Paola Villamarín, mañana podrán llover sobre otra(o) exponente de esta expresión del periodismo. Esto ocurre cuando, para bien o para mal, se es una persona pública, y por lo tanto, cuando su imagen y su mensaje son, en consecuencia, del pleno dominio público.

Con el malhadado género de llevar a instancias públicas aquellos asuntos que deberían ser del fuero y de la absoluta reserva personal, la peor secuela y escuela no es sólo la irremediable banalización del periodismo, sino de una sociedad con uno de los más altos déficits de lectura en el planeta, y por lo tanto carente de los parámetros básicos de criterio y de juicio, indicadores de su propio subdesarrollo cultural, político y social. Es este, pues, un nefasto precedente en detrimento de las nuevas generaciones periodísticas, tan necesitadas de una verdadera capacitación, de una conciencia ética y mística, y hasta de una educación en modales y preceptos de estética, y además para que aprendan a diferenciar entre el buen y el mal gusto.

Por lo mismo, resulta imperativo cuestionar: ¿Qué rigor y credibilidad pueden derivarse de estas posturas y enfoques cuando la misma periodista tenga que asumir el manejo de un hecho en verdad relevante? ¿Con qué argumentos podrá enfrentar una circunstancia digna de poner a prueba su aptitud profesional? Porque, resulta evidente que la comunicadora —perteneciente a una especie bastante extendida en los medios— está moldeando su perfil como tal, y que a ese ritmo está inexorablemente encasillándose como ícono de lo superfluo, de lo banal, de lo vacuo, que es lo gratuito y lo común. Tanto para su caso como para el de muchos de sus colegas y compañeros de generación, no se requiere de mayor nivel de escolaridad y mucho menos aún de cinco años en la academia, con su respectivo postgrado. "Pasó por la universidad", suelen decir las señoras absortas ante casos como el presente, "pero la universidad no le entró".

Sin duda, el aspecto más sensible y más preocupante de la ausencia de sindéresis en los criterios y en los contenidos, con la consecuente la relajación desmesurada de las costumbres, por parte de un amplio sector de periodistas y de medios, está en irreversible efecto social que generan, cual es la cultura de la frivolización, de la superficialidad y de la desinformación a través de la promoción de los antivalores. "Dime qué lees y te diré quién eres", puede ser la nueva versión del viejo aforismo.

Mejor no puede sintetizar esta idea el aviso publicitario de "El Espectador" que encabeza esta entrada: "La fuerza de lo que dices a diario está en lo que lees a diario".

No hay comentarios: